Pongamos el caso habitual de una detención por agentes de la autoridad, perdón Autoridad. Lo primero que ha de hacerse es informar al detenido de sus derechos, conforme establece la Ley de Enjuiciamiento Criminal, criminalmente vieja. Es un momento mágico en el que se pone en marcha una de las maquinarias más engrasadas del estado, en el que la seguridad e integridad del detenido pasa a ser exclusiva del cuerpo policial que le custodia hasta su puesta a disposición judicial; es una garantía para todos, el de dentro y los de fuera.
Los derechos ya se saben: que se le informe de los hechos que se imputan, de la posibilidad de notificar a un familiar su situación, del derecho a ser asistido por el forense y el derecho a un abogado que deberá estar presente en cualesquiera diligencias se practiquen con el detenido: declaraciones, registros, ruedas de reconocimiento, etc.
Según en qué comunidades el detenido tiene derecho a expresarse en dos lenguas distintas. Si es extranjero a notificar su detención al consulado o embajada y a solicitar un intérprete si no habla o entiende castellano.
Existe otro derecho: a no declarar, a no confesarse culpable.
Ese derecho es exclusivo del detenido, del imputado. Cualquiera otra persona que declare bien en una fase previa de instrucción, bien en un juicio oral, sabrá que el acusado es el único que no está obligado a decir la verdad. Los que hemos tenido que pasar por la experiencia de jurar y prometer por no disponer de diccionario a mano que nos permitiera distinguir la diferente semántica de ambos vocablos, entre dios y el hombre, lo sabemos bien más cuando después del “¿jura o promete?” recuerda su señoría las consecuencias que podrían acarrearnos nuestras supuestas mentiras.
Como debe ser, el estado garantiza la integridad del detenido y la práctica de una buena praxis policial y judicial que ayuda a obtener una verdad judicial con la que condenar o absolver.
Es de justicia que el estado pueda practicar estos secuestros legales previos a la puesta a disposición judicial del detenido, momento en que entra a jugar el tercero de los separados poderes. Y es igualmente justo y lógico que estos secuestros de ciudadanos se alarguen en el tiempo, tanto como la ley permita, no más de lo necesario, mientras se realicen distintas labores de investigación, comprobaciones de efectos recogidos en algún registro, obtención de huellas digitales o adn, reconocimientos, declaraciones, etc. El tiempo que ha de durar una detención al uso no puede superar las 72 horas (que alguien me corrija si me equivoco), salvo casos excepcionales sometidos a control judicial en que el plazo puede alargarse.
Una de las prácticas más habituales es el conocido interrogatorio que se realiza a los detenidos. La policía, el fiscal y hasta el propio juez instructor pueden cuestionar al reo cuanto consideren, la ley lo permite. Pueden encontrarse sin embargo con que su interés choque con los derechos inviolables de éste, si decide no declarar, no confesarse culpable.
La realidad es que el detenido quiere ejercer su derecho y que después unos cambian misteriosamente, de opinión y otros cambian su opinión, misteriosamente.
Impedir estos repentinos cambios de humor de los detenidos, dado que es el estado el garante de los derechos del ciudadano delincuente y de su presunción de inocencia, es éticamente sencillo: basta con respetar el derecho a no declarar, a no confesarse culpable. Se evitarían así algunas dudas razonables.
Algunos más que declarar cantan solos; seguramente porque el tiempo que se puede tener a una persona legalmente secuestrada es mucho mayor del que cualquiera es capaz de soportar, encerrado en un calabozo, simplemente existiendo. ¿Se imagina usted a sí mismo detenido por error? (puede pasar).
Acepto el secuestro legal por necesario, entiendo que el proceso debe o puede llevar un tiempo y que la simple negativa a declarar no puede suponer, de facto, que el detenido deje de estar bajo control del estado. En muchos casos es necesaria la incomunicación y hasta el secreto sumarial. Es cierto.
Tal vez bastara con incomunicar al detenido en una prisión durante las prorrogables 72 horas; así ejercería su derecho a no declarar, a no confesarse culpable, permaneciendo bajo el control del estado no impidiéndose con ello que se practiquen otras diligencias y, lo que es más importante, no quedando el detenido bajo custodia de aquellos que han de aportar las pruebas contra él, de aquellos que en muchas ocasiones son la prueba contra él. No hay que olvidar que en este tipo de procesos, alrededor del delito, siempre han existido dos certezas, la policial y la judicial (la legal), no siempre coincidentes.
Consecuencias: los detenidos no podrían acusar de torturas a quienes ejercen el obligado deber de la represión y los torturadores, si los hubiera, no tendrían sobre quien ejercer sus frustraciones; los forenses se ocuparían de enfermedades comunes y ningún detenido acabaría extrañamente en cuidados intensivos. Además cambiaría el guión de alguna película: “tiene derecho a no declarar, en cuyo caso permanecerá en prisión hasta su puesta a disposición judicial”. Y si quiere usted cantar pues oiga, cante.
Este tipo de medidas y otras como la implantación de micrófonos y cámaras en comisarías y juzgados, rara vez son tomadas en cuenta. Cuando un estado no cumple con sus deberes comienza a haber indicios de sospecha en todas sus actuaciones; después todo se tapa con dos bandos: o estás con los buenos o estás con los malos.
Y así no se puede.
Por cierto. Un etarra, ¿es un preso común?